jueves, 16 de agosto de 2007

A pesar de los pesares

América Latina ya no es una amenaza. Por tanto, ha dejado de existir. Rara vez las fábricas universales de opinión pública se dignan a echarnos alguna ojeada. Y sin embargo Cuba, que tampoco amenaza a nadie, es todavía una obsesión universal.

No le perdonan que siga estando, que maltrecha y todo siga siendo. Esa islita sometida a feroz estado de sitio, condenada al exterminio por hambre, se niega a dar el brazo a torcer. ¿Por dignidad nacional? No, no, nos explican los entendidos: por vocación suicida. Con la pala en alto, los enterradores esperan. Tanta demora los irrita. Al Este de Europa han hecho un trabajo rápido y total, contratados por los propios cadáveres, y ahora están ansiosos por arrojar tierra sin flores sobre esta porfiada dictadura roja que se niega a aceptar su destino. Los enterradores ya tienen preparada la maldición fúnebre. No para decir que la revolución cubana ha muerto de muerte matada: para decir que ha muerto porque morir quería.

Entre los más impacientes, entre los más furiosos, están los arrepentidos.
Ayer han confundido al estalinismo con el socialismo y hoy tienen huellas
que borrar, un pasado que expiar: las mentiras que dijeron, las verdades que
callaron. Es el Nuevo Orden Mundial, los burócratas se hacen empresarios y
los censores se vuelven campeones de la libertad de expresión.

Nunca he confundido a Cuba con el paraíso. ¿Por qué voy a confundirla,
ahora, con el infierno?

Yo soy uno más entre los que creemos que se puede quererla sin mentir ni
callar.

Fidel Castro es un símbolo de dignidad nacional. Para los latinoamericanos,
que ya estamos cumpliendo cinco siglos de humillación, un símbolo
entrañable.

Pero Fidel ocupa, desde hace añares, el centro de un sistema burocrático,
sistema de ecos de los monólogos del poder, que impone la rutina de la
obediencia contra la energía creadora; y a la corta o a la larga, el sistema
burocrático -partido único, verdad única- acaba por divorciarse de la
realidad. En estos tiempos de trágica soledad que Cuba está sufriendo, el
Estado omni-potente se revela omni-impotente.

Ese sistema no proviene de la oreja de una cabra. Proviene, sobre todo, del
veto imperial. Apareció cuando la revolución no tuvo más remedio que
cerrarse para defenderse, obligada a la guerra por quienes prohibían que
Cuba fuera Cuba; y el incesante acoso exterior lo fue consolidando a lo
largo del tiempo. Hace más de treinta años que el veto imperial se aplica,
de mil maneras, para impedir la realización del proyecto de la Sierra
Maestra.

Continuo escándalo de hipocresía: desde aquel entonces, toman examen de
democracia a Cuab, los fabricantes de todas las dictaduras militares que en
Cuba han sido.

En Cuba, democracia y socialismo nacieron para ser dos nombres de la misma
cosa; pero los mandones del mundo sólo otorgan la libertad de elegir entre
el capitalismo y el capitalismo.

El modelo de la Europa del Este, que tan fácilmente se ha derrumbado allá,
no es la revolución cubana. La revolución cubana, que no llegó desde arriba
ni se impuso desde afuera, ha crecido desde la gente, y no contra ella ni a
pesar de ella. Por eso ha podido desarrollar una conciencia colectiva de
patria: el imprescindible auto-respeto que está en la base de la
auto-determinación.

El bloqueo de Haití, anunciado con bombos y platillos en nombre de la
democracia herida, fue un fugaz espectáculo. No duró nada. Terminó mucho
antes del regreso de Aristide. No podía durar: en democracia o en dictadura,
hay cincuenta empresas norteamericanas que sacan jugo a esa mano de obra
baratísima.

En cambio, el bloqueo contra Cuba se ha multiplicado con los años. ¿Un
asunto bilateral? Así dicen; pero nadie ignora que el bloqueo norteamericano
implica, hoy por hoy, el bloqueo universal. A Cuba se le niega el pan y la
sal y todo lo demás. Y también implica, aunque lo ignoren muchos, la
negación del derecho a la autodeterminación.

El cerco asfixiante tendido en torno a Cuba es una forma de intervención, la
más feroz, la más eficaz, en sus asuntos internos. Genera desesperación,
estimula la represión, desalienta la libertad. Bien lo saben los
bloqueadores.

Ya no hay Unión Soviética. Ya no se puede cambiar, a precios justos, azúcar
por petróleo.

Cuba queda condenada al desamparo. El bloqueo multiplica el canibalismo de
un mercado internacional que paga nada y cobra todo. Acorralada, Cuba
apuesta al turismo. Y se corre el peligro de que resulte peor el remedio que
la enfermedad.

Cotidiana contradicción: los turistas extranjeros disfrutan de una isla
dentro de la isla, donde para ellos hay lo que para los cubanos falta. Se
reabren viejas heridas de la memoria. Hay bronca popular, bronca justa, en
esta patria que había sido colonia, y había sido putero, y había sido
garito.

Penosa situación, sin duda; que por ser cubana, se mira con lupa. Pero,
¿quién puede tirar la primera piedra? ¿No se consideran normales, en toda
América Latina, los privilegios del turismo extranjero? Y, peor, ¿no se
considera normal la sistemática guerra contra los pobres, desde el mortal
muro que separa a los que tienen hambre de los que tienen miedo?

¿En Cuba hay privilegios? ¿Privilegios del turismo y también, en cierta
medida, privilegios del poder? Sin duda. Pero el hecho es que no existe
sociedad más igualitaria en América. Se reparte la pobreza: no hay leche, es
verdad, pero la leche no falta a los niños ni a los viejos. La comida es
poca, y no hay jabones, y el bloqueo no explica por arte de magia todas las
escaseces; pero en plena crisis sigue habiendo escuelas y hospitales para
todos, lo que no resulta fácil de imaginar en un continente donde tantísima
gente no tiene otro maestro que la calle, ni más médico que la muerte.

La pobreza se reparte, digo, y se reparte: Cuba sigue siendo el país más
solidario del mundo. Recientemente, por poner un ejemplo, Cuba fue el único
país que abrió las puertas a los haitianos fugitivos del hambre y de la
dictadura militar, que en cambio fueron expulsados de los Estados Unidos.

Tiempo de derrumbamiento y perplejidad; tiempo de grandes dudas y certezas
chiquitas.

Pero quizá no sea tan chiquita esta certeza: cuando nacen desde adentro,
cuando crecen desde abajo, los grandes procesos de cambio no terminan en su
lado jodido.

Nicaragua, pongamos por caso, que viene de una década de asombrosa grandeza,
¿podrá olvidar lo que aprendió en materia de dignidad y justicia y
democracia? ¿Termina el sandinismo en algunos dirigentes que no han sabido
estar a la altura de su propia gesta, y se han quedado con autos y casas y
otros bienes públicos? Seguramente el sandinismo es bastante más que esos
sandinistas que habían sido capaces de perder la vida en la guerra y en la
paz no han sido capaces de perder las cosas.

La revolución cubana vive una creciente tensión entre las energías de cambio
que ella contiene y sus petrificada estructuras de poder.

Los jóvenes, y no sólo los jóvenes, exigen más democracia. No un modelo
impuesto desde afuera, prefabricado por quienes desprestigian a la
democracia usándola como coartada de la injusticia social y la humillación
nacional. La expresión real, no formal, de la voluntad popular, quiere
encontrar su propio camino. A la cubana. Desde adentro, desde abajo.

Pero la liberación plena de esas energías de cambio no parece posible
mientras Cuba continúe sometida a estado de sitio. El acoso exterior
alimenta las peores tendencias del poder: las que interpretan toda
contradicción como un posible acto de conspiración, y no como la simple
prueba de que está viva la vida.

Se juzga a Cuba como si no estuviera padeciendo, desde hace más de treinta
años, una continua situación de emergencia. Astuto enemigo, sin duda, que
condena las consecuencias de sus propios actos.

Yo estoy en contra de la pena de muerte. En cualquier lugar. En Cuba,
también. Pero, ¿se puede repudiar los fusilamientos en Cuba sin repudiar, a
la vez, el cerco que niega a Cuba la libertad de elegir y la obliga a vivir
en vilo?

Sí, se puede. Al fin y al cabo, a Cuba le dictan cursos de derechos humanos
quienes silban y miran para otro lado cuando la pena de muerte se aplica en
otros lugares de América. Y no se aplica de vez en cuando, sino de manera
sistemática: achicharrando negros en las sillas eléctricas de los Estados
Unidos, masacrando indios en las sierras de Guatemala, acribillando niños en
las calles de Brasil.

Y por lamentables que hayan sido los fusilamientos en Cuba, al fin y al
cabo, ¿deja de ser admirable la porfiada valentía de esta isla minúscula,
condenada a la soledad, en un mundo donde el servilismo es alta virtud o
prueba de talento? ¿Un mundo donde quien no se vende, se alquila?

Eduardo Galeano

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